Bitácora FaceBook MetaBabel

Una aventura turística en su propia ciudad

Por Nelson Vallejo-Gómez

Hace 44 años vivo y trabajo en París, con cinco años de «expatriación», como dicen los franceses cuando, siendo funcionario de carrera, te destacan para trabajar en alguna embajada o institución francesa en el extranjero; en mi caso, fue cuando pasé de ser director de la oficina Américas en la delegación de cooperación europea e internacional de los ministerios de educación y ciencia de Francia, a ser agregado de cooperación educativa y universitaria de las Embajadas de Francia en Perú y Argentina (2005-2010).

También, debo anotar, los tres años vividos al frente de la Catedral de Meaux (1994-1997), en una casa antigua, con una buhardilla desde donde se podía escuchar, para quien tiene el oído formado a las voces queridas que han callado, las elegías sagradas de Bossuet.

De esos 44 años vividos en Francia, la mayoría en París, fuera de aquellos en Meaux, Lima y Argentina, deben figurar en esta Bitácora los 4 en la comuna de Saint-Brice-Sous-Forêt, en una casita comprada porque estaba al frente del bosque de Écouen, en donde hay un castillo homónimo, que mi querido y admirado Alain Erlande-Brandenburg acopló para crear un Museo de El Renacimiento a la francesa. Por ciertos caminos de piedra de ese bosque legendario crecían moras salvajes que íbamos a recoger con los niños en bicicleta.

Desde el 2013, he vuelto a ser un habitante, sempiterno turista, simple transeúnte extasiado con la historia de grandes personajes y momentos históricos de la memoria impregnada en las piedras parisienses.

Tras el fiasco gastronómico de la calle Sainte-Anne, escapada hacia un fuego fatuo en el horizonte parisino. Fotos © NVG

El otro día, al caer la tarde, nos fuimos caminando del Bassin de La Villette al Jardín des Tuileries. Queríamos ver izar el globo cautivo con el famoso fuego circular sin llamas en donde estuvo la Antorcha durante los Juegos Olimpicos de Paris 2024. Era sin contar con el anuncio de posible tempestad, que ignorabamos. No hubo ceremonia de izada. No habíamos visto ese objeto simbólico de la inauguración de los Juegos, pues nos fuimos de París durante ésas semanas. Los movimientos imprevisibles de masas me causan pavor.

Entonces nos fuimos por la calle Santa Ana, detrás de la avenida Opéra, en donde una decena de supuestos restaurantes de comida japonesa se disputan a los turistas de paso.

París tiene un no sé qué, que cuando caminas por las calles con la mirada en alto, atento a sus estilos de arquitectura, a las placas conmemorativas y a los recuerdos agazapados en diversos bistros en sus calles, entonces eres y no eres de la ciudad luz. Se te presta y nunca se te entrega. Con tantos años viviendo en ella y siempre hay un lugar, una calle, un algo que te es desconocido.

Imposible identificar claramente la composición de los platos del menú propuesto por el restaurante en donde terminamos por entrar, sin estar atentos a la reputación del mesón, como turistas perezosos. Terminé pidiendo consejo al camarero. Me propuso pastas con curry a la japonesa. Resultó ser un menjurge de salsas de color indescriptible y de sabor improbable.

Mientras me acostumbraba al fiasco en serie de la velada, se largó un aguacero que nos hizo retardar la salida o escape de ese restaurante japonés parisino de la calle Santa Ana, a donde nunca volveré.

Terminamos por salir a la calle y, con tanto despiste, que en vez de salir a mano derecha (con la estación de metro Pyramides a ciento cincuenta metros), salimos corriendo bajo la lluvia a mano izquierda. A los 300 metros pido escamparnos debajo un portal, y verificar la dirección. En efecto, empapados, constatamos el error de dirección. El aguacero arreciaba y los uberes doblaban y hasta triplicaban el costo por kilómetro.

Tomamos el coraje bajo el brazo y en los pies. Salimos corriendo, desafiando la lluvia, buscando el metro. Entramos y, tres estaciones después, anunciaron que hasta esa estación llegaba el tren. Tuvimos que hacer transbordo a otra línea de metro y bajarnos, seis estaciones después, en République, tomar otra línea y, soportar la camisa secándose contra el pecho, pidiendo a la virgen María escapar a un resfriado. Pedidos que no hacías en los años de mocedad.

Al fin, de regreso al departamento, frotando el pecho con Vick VapoRub, me dije que, definitivamente, ya no estaba para salir a pasearme desprevenido por la noche en París, y que la famosa canción, en donde se canta y se ríe, caminando bajo la lluvia, ya no me entusiasmaba tanto.

Con todo, qué maravilla el homenaje a la primera Montgolfière de París, con ese globo cautivando el platillo con un fuego sin llama, como si fuera el zarzal del Sinaí.

No hay humo sin fuego, pero sí fuego sin llama . Foto © NVG