Entre gramática y retórica, ríos de sangre

Diálogo de Nelson Vallejo-Gómez con Daniel Pécaut (París, 1999)

Daniel Pécaut

Una entrevista de 1999 cuya vigencia resulta terriblemente actual. Leyéndola ahora -décadas después- volvemos a comprobar con el profesor Daniel Pécaut cómo Colombia sigue siendo «incapaz de elaborar una Historia común, en lo que se refiere a los episodios violentos». «No hay todavía una historia integrada por los colombianos de la Violencia de los años 1950. No hubo esa capacidad de recuperar el momento del negativo, como decía Hegel, dentro de una construcción narrativa ampliamente reconocida. Lo que supone un debate sobre las responsabilidades.»

Nelson Vallejo-Gómez: Es un honor, estimado profesor Pécaut, que usted acepte este diálogo. Investigador y catedrático de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, usted busca pensar y dar a entender las lógicas contradictorias y excluyentes, pero necesariamente complementarias, que fraguan la historia colombiana. Es evidente que para pensar la colombianidad como usted la piensa, se necesita primero, quererla mucho y, segundo, creer tenazmente en ella. Sin embargo, hay por doquier en Colombia de qué sufrir hasta la locura y desesperar hasta el suicidio. El 4 de mayo pasado, recuerde usted, estabamos en un Congreso internacional en París, organizado por el Instituto de Altos Estudios de América Latina y la Universidad Nacional de Bogotá sobre justamente la violencia colombiana, cuando nos dieron la terrible noticia del asesinato de Hernán Henao Delgado, prestigioso antropólogo de la Universidad de Antioquia. Al enterarse, la solidaridad de intelectuales y personalidades francesas vinculadas de una u otra manera a estudios sobre Colombia, no se hicieron esperar. Es así como el sociólogo Alain Touraine y el premio nobel de física, Georges Charpak, se apresuraron a descalificar tan execrable asesinato. Edgar Morin, que conocía al profesor Henao por haber participado con nosotros en el II Congreso Latinoamericano sobre Familia siglo XXI (Medellin, abril de 1998), manifestó un profundo dolor. Testimonios de indignación y rechazo fueron escritos por universitarios y amigos de Hernan en la red de la APC (Association pour la pensée complexe) de Argentina, Brasil, Chile, Mexico, España, Italia, Francia. Entre los artículos publicados a raíz de este asesinato, el suyo, publicado por el periódico parisino Le Monde (22.05.99), resume la fractura espirítual que conlleva la puesta en cuestión de la libertad intelectual, de la libertad investigativa, de la libertad universitaria. ¿No será la falta de una auténtica actividad intelectual tanto en la universidad, en la empresa, en la casa, como en la plaza pública, un ingrediente de la violencia en Colombia? Es decir, ese « vacío de pensamiento » u « impotencia del pensar », como dijera Hannah Arendt hablando del horror nazi de un Eichmann, con que se vive la violencia en Colombia. Recuerde que pasamos con mucha facilidad de las guerras entre gramáticos a los enfrentamientos entre pragmáticos… de los gritos caseros a las puñaladas callejeras… de las contiendas politicas a los disparos por la espalda…


Daniel Pécaut: « No se puede utilizar las mismas palabras en el caso del horror nazi y de la situación colombiana. H. Arendt conocía mejor que nadie el peso de las palabras. No existe nada parecido entre la visión del Tercer Reich con su discurso biológico-racista, su concepto de la misión del «pueblo alemán» y lo que alimenta la violencia colombiana. Es importante recordar eso porque a menudo se cometen en Colombia, de parte de ciertos sectores, abusos con las palabras, por ejemplo acudiendo a la palabra «genocidio» que no corresponde al carácter de los crimenes colectivos realizados en el país.
Y además porque tal distorsión de palabras no viene de ahora. Recordemos cómo tantos describían hace poco el Frente Nacional bajo el aspecto de una dictadura del Cono Sur y hacían editoriales en sus periódicos para denunciar la desaparición de la libertad de prensa. En muchos casos ya no se trataba del amor a la gramática sino del amor a la retórica. Es cierto que la retórica puede esconder a menudo una ausencia de pensamiento, mas no siempre; el derecho, por ejemplo, es una retórica que da para pensar. Sin embargo, en un país en el cual cada persona sabe algo de nociones jurídicas, pues la cultura jurídica está al principio de la distinción social y de la diferenciación de poder, el discurso jurídico se convierte en mera retórica. Este discurso no pertenece a instancias especializadas; se ha vuelto un discurso común. Basta ver como tantos colombianos manejan ahora el tema del Derecho Internacional Humanitario como si cada individuo fuese responsable de él. Lo que no tiene nada de criticable en si y apunta más bien al sentido democrático de tantos Colombianos. Salvo que las instituciones y organizaciones armadas que, sí tienen responsabilidades directas en el apego a este derecho, lo irrespetan o lo instrumentalizan con frecuencia y que, en tales condiciones, la gente común y corriente no puede sino estar defraudada una vez más.

Al lado de la retórica, que puede tener usos muy dogmáticos, estan los comportamientos concretos que, en sentido contrario, se prestan para todo tipo de «pragmatismos». No pienso tanto en el famoso «rebusque», desconfío un poco de los rasgos que llegan a ser presentados como definiendo una cultura nacional, sino en el hecho de pensar que se pueda llegar a transacciones en todos los campos, sin importar los términos en los cuales se den. Hemos podido comprobar como tal actitúd podía prevalecer tanto en relación con los narcotráficantes como con muchos otros. «Pacto» es la palabra que más conviene aquí, y pactos hay por todas partes: con las bandas juveniles, entre ellas etc. Es una manera provisoria de construir normas locales con medidas excepcionales, así sean linguísticas, que a veces conlleva otra forma de perversión de las palabras, por ejemplo cuando los secuestros se vuelven «retenciones». Pero no creo que la suma de normas locales produzca una ley general sin una reflexion sobre justicia, responsabilidad, recompensa y castigo.


Tal juego con las palabras y a menudo, con los hechos, ha tenido un papel importante para que durante años, los que no padecían directamente los efectos de la violencia se acomodaran con ella, como si fuese «lo mismo de siempre» en un país que «no se parece a ningún otro».


La retórica ya no está al orden del día. De cierta manera, el uniforme, o cuando no hay uniforme, la pertenencia a bandas de múltiple índole, reemplaza la retórica para muchos, procurando lo mismo: un sentido de identidad grupal. No era necesario ser literato para manejar palabras codificadas, menos para vestir un uniforme y menos para asesinar a un profesor.


Por eso, se vive más bien una época de silencio. Los grupos armados ya no lanzan grandes discursos para convencer a la gente y ninguno de sus jefes pretende emular con Fidel Castro. Actúan sin decir nada. Matan y desarticulan los cuerpos para expresar que sospechan a la gente. Se alimentan más de suspición que de convicción. Tales prácticas sustituyen el discurso. El linguísta Austin escribió un libro bajo el titulo «Decir, es hacer». Toca invertir la formula: para los que manejan la violencia, «hacer es decir». Recuerde que zonas enteras de Colombia viven bajo la ley del silencio. »

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