Por Pablo María Delmar
Bitácora de la Isla de Corcéga, Morosaglia, patria chica de Pascal Paoli, domingo 14 de abril primaveral.
Un rayo de luz diáfana atraviesa la ventana y me despierta.
Me levanto, agradeciendo la aurora.
Bajo a la cocina y preparo un café para Sophie.
Abro la ventana de la puerta de vidrio que da al patio de entrada, y de súbito, dos perros me saltan al pecho, me asustan; les respondo el saludo y juego con ellos un momento.
El uno es Neru, el labrador negro del vecino, que siempre nos recibe y nos acompaña durante la estadía, porque juego con él y le doy pedazos de cualquier cosa, come de todo. Es un goloso.
El otro, no lo conozco. Se parece a Neru. Más joven y con una mancha blanca en el hocico. Muy juguetón. Brinca sin cesar.
Los dejo. Cierro la puerta de vidrio. Subo el café a Sophie. Me acuesto y medito unos minutos.
De repente, un aullido en tres notas crescendo en agudo mortal me hace saltar de la cama y abrir la ventana.
Veo al joven compañero de Neru arrastrar las dos patas traseras durante tres o cuatro metros, a todo el frente de la casa, y desmoronarse en medio de la ruta que atraviesa la vereda CasaNova de Morosaglia.
Al lado, hay un hombre con las manos en la cabeza que jura y se lamenta; dice que no iba rápido, que el perro se tiró sorprisavemente por debajo del pik up Toyota, cuadrado unos metros más abajo.
Me visto y salgo. Varios vecinos preguntan quién es el amo. Gerardo e Inés, de la vereda de abajo. Los llaman y les dan la noticia nefasta.
Me impresiona ver al perro ya casi tieso. No hay huellas de sangre. Alguien dice: -el carro le debió de haber partido el espinazo, porque no se explica una muerte ya casi eminente.
Me pasa por la memoria la única mascota que hubo en mi casa cuando yo era niño. Era un gatico negro cuyo amo era mi hermanito Robinson. Un domingo, llegando de un fin de semana donde los abuelos, encontramos al gatico por debajo del sofá del cuarto del servicio, contiguo al solar, después de buscarlo por todos los rincones de la casa. El perro del vecino se había metido al solar y había mordido mortalmente a la mascota de mi hermanito. Tratamos de que el niño no viera el desastre. Nunca he tenido mascotas.
En esas llegó el amo del perro con una sabana de lino. Le ayudé a recoger a su mascota, mientras él la acariciaba.
En las lágrimas de sus ojos creí ver la tristeza de mi hermanito Robinson, que en paz descance, por su gatico-mascota.
Había un silencio sepulcral entre los vecinos.
El vecino de la vereda de abajo se llevó en su carro a su mascota muerta, envuelta con cuidado en la sábana de nilo.
Se me dió por recitar palabras de algun himno del dios Pan Natura de la antigüedad grecorromana, siendo yo, el último humano que jugó con ese perrito
Ya cae el manto nocturno en este domingo de luto y mascota.