Anamnèse Geneviève Vallejo-Karp (1955-2025)

Nelson Vallejo-Gómez

Bitácora FaceBook MetaBabel, 20 de noviembre de 2025

Su madre, de apenas 17 años, le dió a luz el 27 de febrero de 1955, a las 19:55, en el hospital BelloJon de Clichy, Altos del Sena, Francia. Su padre, mi padre, era un joven de apenas 22 años, recién llegado a París, dizque a estudiar medicina.

En esas fotos, la vemos con su madre y su padre, recién nacida, de viaje a Colombia. Y, también, con su hermanita y sus abuelos paternos, en Medellín, antes de que su madre abandonara marido e hijas, yendo a vivir su vida en Bogotá, teniendo dos hijos más, y regresándose a comienzos de la decada de 1960 a vivir a París, sin dejar huella.

Genviève, recién nacida, con sus padres en París (foto izquierda). Y con su madre (foto derecha).

15 años después, la hija mayor busca a su madre, le escribe, y ella vuelve a Colombia y se lleva sus dos hijas a Francia, tratando sin lograrlo, crear una familia con sus otros dos hijos en París.

La recuerdo, cuando yo era un niño de 8 años, tejiendo a mi medida un vestido de indígena de la Tribu Nutibara, hasta con corona de plumas, arco y flechas, para llevarme a un concurso de cultural tradicional en la escuelita pública, Carlos Franco, en Medellín, Colombia. Ganamos, gracias a ella, el Primer Premio.

Genviève con sus padres, con su hermanita y sus abuelos paternos (al centro), en Medellín.

La recuerdo, detrás de mí, con su tez de porcelana y sus grandes ojos verdes, en esa foto de agosto de 1981, tomada en el pueblito de El Retiro (Antioquia), cuando me prometió que, en enero siguiente, me recibiría en su apartamento en París, para que fuera a estudiar filosofía en la famosa Sorbonne. Y así fue. Gracias a ella, gané poder iniciar una larga, difícil y maravillosa aventura que, desde entonce, me ha llevado a ser lo que soy, 43 años después. Recuerdo lo orgullosa que estaba, cuando le entregué copia de mis diplomas universitarios, o cuando la República Francesa me condecoró con la medalla de Caballero en la Orden Artes & Letras, o cuando el Ministro de Educación de Francia me hizo nombrar, por decreto presidencial, Inspector General.

Con Genviève en El Retiro (foto izquierda) y en París con sus dos hijos (foto derecha) .

La recuerdo, con un inmenso cariño fraterno, la última vez que fui a visitarla en su apartamento de las afueras de París, y ella me recibió con una fabulosa Bandeja Paisa caserita. La había preparado toda la mañana para agazajearme, a pesar de la discapacidad que, desde finales del siglo pasado, le hacía sus gestos y movimientos cada vez más difíciles y tormentosos, como si aquel terrible dolor del abandono materno se hubiera despertado en el otoño de su piel.

Hablamos de su madre, que en paz descanse, y me confió, entre sollozos que yo nunca le había visto ni escuchado, porque ella era una mujer guerrera y púdica, que en su corazón no había logrado consolar a aquella niña que, desde sus cuatro años, no había dejado de ser quien detrás de una puerta escudriña el más leve sonido en la calle, o mira desesperada por la ventana la silueta borrosa del regreso de su madre. Le dije que, en el fondo, esa niñita era su ángel custodia, y que ella, mamá, y ahora abuela, tenía la alegría de abrazar a sus hijos y a sus nietos. Su semblante se iluminó y sus temblores cesaron un momento de suave serenidad, porque «todo lo que sucede es adorable» (Léon Bloy).

Setenta años después de nacida, mi hermana volvió a la luz, energía pura, en el Hospital Simone Veil de AguaBuena, Valle del Oise, 20 de noviembre 2025. ¡Qué en paz descanse, con su madre y su padre!

ELEGÍA A GENEVIEVE, MI HERMANA DE PADRE

I

Tu infancia fue un umbral donde el frío hizo nido,
dejándote en la piel un temblor escondido.
Partió la madre un día, sin poder volver atrás,
Y tú quedaste niña, como un brote en la escarcha,
aprendiendo del mundo su rudeza temprana.

Desde entonces buscaste, en los ojos ajenos,
el reflejo imposible de un cariño primero,
esa luz que no vino, ese abrazo esperado
que tu alma reclamaba con un silencio triste.

II

Mas no fue el abandono quien torció tu destino:
hiciste de la herida un latido más fino.
Tu ternura buscaba, en el dolor del vecino,
la forma de curarte ayudando al camino.
Y a fuerza de entregarte creciste luminosa,
tan frágil como firme, tan herida y hermosa;
un susurro de brisa pasaba por tu gesto,
y en tu mirar temblaba un país de consuelo.

III

En la cocina andina hallaste un refugio,
un templo de braseros, fogón y orgullo antiguo.
Allí tu corazón, con un ritmo secreto,
recobraba la infancia que te había sido ausente.
Sobre el maíz dorado posabas la esperanza,
y el olor del frijol te traía la confianza
de un amor que nacía del hervor y del humo,
como un abrazo lento que volvía del mundo.

IV

Cuánta fineza noble ponías en los guisos,
cuánta verdad callada latía en tus aliños.
La Bandeja Paisa, en tus manos, era un rito:
una ofrenda, un poema, un consuelo, un destino.
El frijol remojado llevaba tu memoria,
el hogao encendido contaba tu historia.
Y el chicharrón crujiente, dorado en su esplendor,
parecía guardarte, como un gesto de amor.

V

Todo lo dabas, hermana, sin guardarte un respiro;
eras un manantial que olvidaba su sed.
Cuando el mundo sufría, corrías a su auxilio,
creyendo que en su calma encontrarías la tuya.
Y a veces lo lograbas: tu rostro se encendía
como si una caricia perdida regresara
y en el fraguar del suspiro del aroma tierno,
hallaras el latido que buscaste de niña.

VI

La vida, que contigo fue dura en su niñez,
quiso probarte aún más en tus años de esposa.
Abandonada quedaste por aquel tan ingrato.

Y quedó entre tus brazos una doble tarea:
sostener tu tristeza y criar tus dos tesoros.

A ellos todo diste la madre que no tuviste,
que el vacío paterno no fuera resentimiento

Los criaste con coraje, ternura, abnegación,
con noches sin descanso, albores tempranos.
Eras alas y raíces, eras madre y refugio,
fuiste muro y camino, fuiste faro y hogar.

Nunca te oíste quejar, aunque el cansancio hería;
nunca pediste nada, aunque faltara todo.
Y aun con la herida abierta del abandono antiguo,
tú ofreciste a tus hijos el amor que soñabas.
Qué grande es quien da aquello que nunca tuvo.

VII

En Ofe encontraste la guía tardía,
que la vida te negó en tus albores.
No vino a reemplazar a la madre perdida:
fue bálsamo sabio al desasosiego.

Os guardaste en inviernos del desamparo,
os enseñaste que la vida podía ser más suave.
Cuando esposo ingrato dejó almas vencidas,
Ofelia fue tu escucha, tu cobijo y tu casa.

Ella supo abrazarte cuando el mundo era estrecho;
fue luz entre tinieblas, fue palma entre lluvias.
Y tú la reconocías en silencio, agradecida,
como se reconoce un milagro en la penumbra.

VIII

Pero fue en tus últimos años cuando la vida,
como si al fin entendiera todo lo que perdiste,
te regaló la dicha más pura y luminosa:
tus nietos, dos soles en tus manos.

Qué alegría sentías al buscarlos a la escuela,
al tomar sus mochilas y limpiarles la frente,
al prepararles el algo con ternura infinita,
al ayudarles las tareas con paciencia de madre.

Tus ojos, que de niña buscaron una mano,
encontraron su puerto en esas dos miradas.

Tú, que añoraste un abrazo al regreso,
fuiste abrazo completo cada tarde sagrada.

Ellos fueron tu gozo, tu milagro tardío,
el premio que la vida antaño te debía.

IX

Hoy tu nombre resuena como un eco sereno,
y mi voz te recuerda con reconocimiento.
Descansa donde el tiempo ya no hiere ni pesa,
donde al fin te acompañe la ternura que falta.
Que un fogón de luceros caliente tu noche,
que una madre de estrellas te acaricie la frente,

y que el aroma andino de tus guisos sagrados
siga vivo en tus nietos, como un beso prolongado.

Ofé, tu padre y abuelos te esperan en San Pedro.

París, 20 de noviembre de 2025