Sobre Mascaradas – Las maldades de la bondad de María Teresa Herrán

Por Nelson Vallejo-Gómez

Traducción del francés: Carlos-Alberto Ospina H.


No ver nunca a nadie, sólo caracteres

Pascal

Nada tengo que decir de este corto ensayo, ruego que se le
juzgue como si no fuera francés o colombiano,
y nada más pido, pues no tengo otro orgullo que el de mi libertad

Antoine de Saint-Just

Les hablaré en la lengua de Voltaire de un libro escrito y publicado al otro lado del Atlántico en la lengua de Cervantes. Este libro merece ser algún día traducido y conocido por todos quienes, en Francia y en todo el mundo, en verdad se interesan por la complejidad de la diversidad cultural y el aporte inédito de los passeurs de cultures.

Se trata de la segunda novela de María Teresa Herrán, periodista de lo contemporáneo y atenta sicóloga de los caracteres franceses y colombianos. Mediante una variada paleta de personajes representativos de diferentes clases sociales, la autora nos recrea lugares comunes que, cual máscaras, ponen al día los excesos y defectos de algunas personas nacidas en Francia, hija predilecta de la Iglesia y en Colombia, hija predilecta de la monarquía española. Sugiero traducir su título Mascaradas – Las maldades de la bondad por Le Bal masqué ou les malveillances de la bonté, pues sin duda así se captará mejor el espíritu de la novela.
La noción de « Bal masqué » encierra bastante bien la idea de juego de identidades, así como la diversidad de su representación y reconocimiento, que se declinan en el libro siguiendo muchos géneros literarios, exactamente lo mismo que la noción de puesta en escena de los personajes, en trazos de relatos que se interpretan en el orden del discurso.

En efecto, en un baile de disfraces, más allá del tema principal -un simple hilo conductor para dar cierta coherencia, completamente transitoria, al conjunto, y que se aprecia bien en el caso que nos ocupa, a través de la grandeza y decadencia de Aseneth presidente- existe una diversidad de máscaras y gestos que conforman la historia imaginaria y que inventan relatos en la trama real del libro. María Teresa gusta decir que cuando la realidad se vive o se ve como ficción, entonces la literatura nos permite profundizar lo real. Y cada máscara es un personaje –una ficción, que oculta a una persona, quizás a alguien. Sin embargo, es preciso advertir que cuando se asiste a un “baile de máscaras”, la regla del juego consiste en realizar lo más exactamente posible la ficción elegida o impuesta y, mientras se evita dejar indicios que puedan desenmascararnos, buscar aquellos mediante los cuales se sabrá confundir o descifrar a los demás y, en últimas, desenmascararlos y dar cuenta de su eventual identidad. A sabiendas de que quien se quite la máscara pierde, porque la identificación unívoca de cada cual suprime el fin del juego inicial como es la vida y la oportunidad de hacer, rehacer y deshacer las máscaras en la gran feria de caracteres que es la búsqueda de identidad. Y el final del juego interpretativo del verdadero rostro del otro es la reificación del individuo en un solo carácter y en una sola cultura, identidad o epitafio. Sólo una cifra convertida en frase o una frase cifrada reposa en la lápida sepulcral que cada uno lleva en el ello, el yo y el superyo.

La quitada y el debilitamiento de las máscaras están inscritos en nuestra temporalidad, como un destino cifrado. De todas, la máscara mortuoria es en cierto modo la última, de ella no sé nada y por esta razón es, mientras tanto, la última; en todo caso, la última en materializarse. Sin embargo, el tiempo también está hecho de mientras tanto y a golpes dan una primera impresión de ir pasando. Es porque también nosotros vivimos la prueba polvorienta de pequeñas muertes que no se atribuyen, por fortuna, la máscara mortuoria. Pero ellas nos hacen vivir los instantes de desnudez extrema de nuestro ser, el sabor anticipado del rostro sin máscaras. Y por tanto sólo queda la dignidad, que no es una máscara, para la esperanza de un rostro personal, de una singularidad. Ella es como el antídoto contra la propensión engañosa de las máscaras que se apropian de nuestra identidad, que se ideologizan y que nos alienan. Entre todas nuestras máscaras, ella es una que colma el ser. La del apoteosis del deseo que es el éxtasis, donde el placer y el dolor se siembran mutuamente y se trascienden.

¿Será todo esto como una estrella luminosa el fino pensamiento de Pascal, según el cual jamás se vería a nadie, solo cualidades? Y sin embargo, también podría ser que en el corazón de la persona se encuentre la dignidad misma. Este rayo de esperanza de que lo mejor aún es posible, es el que queda en la mirada de un rostro humano, diferenciándolo de la bestia salvaje, cuando caen todas las máscaras así como se juegan todas las cartas. Como prueba, desde lo negativo, tenemos el rostro espantado de trivialidad maligna de un tirano asesino, vencido y desenmascarado, cuando se le impone afrontar la justicia que él mismo le ha negado a millones de personas.

O bien, ¿quién mejor quizás aún que Shakespeare ha descrito ese teatro donde máscaras y enmascarados dejan imaginar algo que uno podría decir es del alma, del soplo solar o del élan vital? Sin duda ustedes recuerdan los célebres versos:

¡La vida no es más que una sombra errante,
un pobre comediante que se pavonea y agita
en su hora sobre la escena
y después no se le oye más..!
un cuento narrado por un idiota
con gran estruendo y furia, y que nada significa!.. .

Este pesimismo ontológico resulta del todo saludable para las almas experimentadas, que saben descubrir el único interés de un “baile de disfraces” o, digamos, su sola razón de ser, que es encontrar siempre, en el juego de interpretaciones posibles, el indicio para construir un rostro bajo la máscara.

Pero tan pronto se le quita la máscara, un rostro deviene desnudo y sin interés; dicho de otra manera, un rostro es desenmascarado y el “baile de disfraces” se acaba. Por consiguiente, mientras se está en el “baile”, que es como una analogía con la Comedia humana, uno se debe divertir con el juego de máscaras. Es preciso entonces, para ver mejor, saber servirse de la primera entre ellas, ponerla ante los ojos, y eso se da cuando nuestras pestañas, relampagueando, nos calidoscopian las cosas.

Con el fin de compensar el pesimismo que podría producir ver una Francia a través del espejo calidoscopiado de una pareja a punto de separarse y de una Colombia en búsqueda de su identidad, “Le Bal masqué” se presenta como una sátira en sentido clásico. La de la burguesía, a la francesa, representada por Chantal, cuyo padre tiene un nombre anticuado de antiguo régimen y pasa el tedio de sus últimos días coleccionando estampillas. Triste ocupación de un anciano mientras espera la muerte, que me hace pensar, toda literatura lo hace pensar a uno, en ese patriarca de Cien años de soledad que hace otro tanto fabricando pequeños pescados dorados. Sátira del comportamiento ingenuo de Georges, quien se casó con Chantal durante los sucesos del 68 y es hijo de obrero que ha tenido éxito en la universidad, tal como otros triunfan en la Armada o en las Órdenes. Georges también es el retrato caricaturizado del profesor de ciencias políticas, de las “ciencias Po” que pontifican sobre encadenamientos conceptuales a paradigmas caducos. Y es porque para comprender la vida que se agita indiferente en el universo pre-conceptual de la existencia, a él no le queda más que extasiarse, como un adolescente retrasado, con el perfume de una “guerrillerita del Caguán”.

La sátira los hará reír; ella revela el duro cliché del antiguo maniqueísmo según el cual por una parte existiría la vida intelectual y por otra, nada menos que la vida. Georges y Chantal representarían a su modo el prototipo del francés salido de la “nobleza de Estado” (la imagen es de Pierre Bourdieu), la crema y nata de las “Grandes Escuelas” y de los grandes estudios, o como dirían los niños de los arrabales desheredados de París: “¡c’est classe ca m’sieur!¡c’est de la grande musique!”. Chantal y Georges piensan, como Descartes en la segunda Meditación, que es más fácil conocer la naturaleza del espíritu que la del cuerpo. Pero en realidad el uno y el otro están ciento por ciento entremezclados y es quizás también por eso que existe más misterio en la resurrección que en la reencarnación. En verdad ¿quien podría resolver la paradoja clave de nuestra humana condición: cómo es que un espíritu puede concebir el cerebro que lo produce, y cómo es que un cerebro puede producir un espíritu que lo conciba?

La novela en forma de sátira también sirve de antídoto contra el pesimismo de una Colombia cuyas élites piensan, en nombre de la antigua colonia española, que la República no es más que otra forma de monarquía y que el pueblo sólo es una chusma de indios, de negros y de mestizos a quienes se debe civilizar –uno se pregunta ¿a nombre de cuál civilización, antigua o moderna, se emprenderá esta curiosa jornada pastoral? Sin hablar de la peregrinación por el “país de la utopía” de Salvador Murcia, que creía que la vida era diferente, allá, en el “país de las maravillas”. No resisto el placer de citar esta frase de “Bal Masqué”:
“Salvador Murcia decidió salirse de la guerrilla cuando comprobó que allá adentro la vida era la misma que afuera”

Es que los revolucionarios, que creen poder cambiar la sociedad como se cambian de camisa, sin comprender que la verdadera revolución es la de las mentalidades, se ponen en evidencia cuando se miran al espejo y se plantea el interrogante más crucial de todos, el del Príncipe de los poetas:

¿Qué has hecho, ¡oh tú que estás ahí!
llorando sin cesar,
di, que has hecho tú, que estas ahí,
de tu juventud?

“Le Bal masqué” es una obra literaria en la que los géneros se mezclan y donde se censuran con filigrana las costumbres de los personajes, sin moralina, como diría Nietzsche cuando habla de la genealogía del bien y del mal, En este sentido, el subtítulo Las maldades de la bondad, hace pensar en el juego de contrarios y en la perversión de valores y de sentido en sociedades habitadas por nuevos bárbaros.

No planteo aquí el problema de la autenticidad de la mirada verdaderamente francesa o verdaderamente colombiana de tal o cual personaje en la obra que comentamos. Ser “francés de raíz” o “colombiano de pura cepa” es un acto de fe; un acto quizás un poco más antiguo y confuso en quienes tienen de su “ancestro galo el ojo azul blanco, el cerebro estrecho y la torpeza en la lucha” . Me parece que con prudencia la autora dejó el problema en suspenso, aunque puede manifestarse cuando, al reconocer la tontería y la ingenuidad de ciertos caracteres en « Le Bal masqué », uno hubiese podido pensar en personajes más fuertes y más enraizados en una forma de cultura. Resta por decir que la consistencia de un Georges, de una Chantal, de una Elodia o de una Jimena (la pronunciación de este nombre vuelve loco al pobre Georges, cuyas vocales, con el aliento detenido, despiertan en el quincuagenario, dominado por el demonio del mediodía, el poder intuitivo del “yo pienso” cartesiano); que la consistencia, yo diría, de una Aseneth o de un José, radica en el carácter o máscara cultural que les da cierto reconocimiento y una sensación segura de existir en la sociedad que los aliena. Lo peor es, cuando nunca nada es seguro y siempre por venir, que uno también se apega a su máscara, impuesta o escogida, y se envejece así, sin darse cuenta ya de que tanto como la Nave va, ocurre lo mismo con una máscara.

Me parece que la verdadera reflexión sobre la autenticidad de nuestra condición de homo culturalis, la que consiste, en pocas palabras, en el carácter francés o en la colombianidad de los personajes de la “Bal masqué”, es estar atentos respecto de nuestros cambios, a todo lo que ocultan o desocultan nuestros paradigmas mentales.

Somos “auténticos” cuando tomamos conciencia de las alienaciones que nos predeterminan y, por eso mismo, por esa distinción que se crea, por esa especie de mediación, sin la cual no hay diferenciación, existe un alejamiento afortunado que nos permite destacarnos, liberarnos de paradigmas culturales y crecer espiritualmente, es decir, habitar el espíritu de otras culturas e, igualmente, representarnos otros paradigmas de los cuales ellas vienen. En pocas palabras, soy de los que creen en la cualidad universal del espíritu humano, en la identidad humana , en la potencia que hemos de ser como configuradores de mundos.

La superioridad de un Borges, por ejemplo, como espíritu universal, es haber logrado alcanzar la gracia de la seducción. La imagen es de Cioran, quien escribe en sus Exercices d’admiration, que Jorge Luis Borges: «ha conseguido atribuir algo intangible, sutil, bello a cualquier cosa, incluso al razonamiento más profundo. Pues todo en él es transfigurado por el juego, por una danza de hallazgos fulgurantes y de sofismas deliciosos ». Y al considerar a Borges como el símbolo de una humanidad sin dogmas ni sistemas, Cioran escribe: « Jamás me han atraido los espíritus atados a una sola forma de cultura. No enraizarse, no pertenecer a ninguna comunidad, -ha sido y es mi lema. Vuelto hacia otros horizontes, siempre he buscado saber lo que pasa en otras partes » .

Nuestra dimensión social y religiosa, nuestros mitos y nuestras fobias, están condicionados en gran parte por paradigmas.

A mi modo de ver, el interés por la noción de paradigma está en que se dirige hacia lo radical, lo profundamente sumergido en el inconsciente individual y colectivo. Y de ese hecho, me parece interesante una reflexión negativa sobre la autenticidad de nuestra condición de homo culturalis, o, dicho de otra forma, para el caso que nos interesa ahora, el del carácter francés fallido o vacío de Georges o de Chantal, como también el de la colombianidad de Elodia, Jimena, Aseneth o José.

« Le Bal masqué » se abre para una ficción política donde Colombia, país consagrado a la virgen María y machista por naturaleza, se precia de tener por segunda ocasión a una mujer como presidente de la República: Aseneth Aristizabal Maldonado, hija de una vieja «Reina de Belleza ». Dénse cuenta de que quizás resulta más distinguido obtener una corona por la belleza, o un título de nobleza por el valor con la espada, que por herencia de sangre. Pero, hablemos en serio, se trata ante todo de una sátira que muestra la influencia en el imaginario popular del «Reinado de belleza». Dado que ya no existe monarquía después de la revolución bolivariana de 1810, cierta Colombia oscura permanece, según la autora, alienada por una monarquía de pacotilla, que aparece cada año bajo la forma de carnaval en Cartagena de Indias, con ocasión del «Reinado de belleza». Por mi parte encuentro que la Francia de Georges y de Chantal a veces no está lejos de ser una parodia monárquica donde el presidente, figura clave en la constitución de la quinta República, se comporta en ocasiones como un rey.

Para terminar quiero señalar otro cliché el cual «Le Bal masqué» destaca. Se trata del lugar común entre los practicantes de aquellos dos países según el cual el homo francés siempre se mantiene atento al porvenir, mientras que el homo colombiano vive atado al presente. En su recobrado amor de adolescente, Jimena, aquella colombiana cuya piel es, como decía Baudelaire de cierta cabellera, «un mar oloroso y vagabundo de ácidos perfumes», y que hace pensar en Penélope Cruz (o mejor, desde luego, pues es preciso que nuestros dos tortolillos cumplan también la ley del amor fatal, de acuerdo con la cual toda pasión amorosa es ciega). Jimena, digo yo, no dejará de reprocharle a Georges preocuparse por el futuro. «Mejor ven, ven te enseño a bailar», le susurra ella en el oído. Y el Són demuestra que todavía es uno de los cuatro elementos constitutivos del universo.

Es hora de leer y releer «Mascaradas; las maldades de la bondad y reir de todos los clichés. Más allá de los caracteres o de otros sucesos graciosamente descritos por la autora, al tomar a los colombianos y los franceses como modelos de vida, crea una metáfora de las vanidades del gran baile o de « la nave de los locos » que, muchas veces, es el mundo.

París, diciembre del 2003


Este artículo fue publicado originalmente en la revista ALEPH

La Revista colombiana ALEPH en Artes, Humanidades & Ciencias fue fundada en 1966, en Manizales, Colombia, por el eminente ingeniero de caminos, Carlos-Enrique RUIZ, quien es, con y gracias a su esposa, Livia, un vigía generoso y exigente de PoEticaDeCivilidad. Invitado a contribuir en sus publicaciones, desde comienzos del siglo XXI, Nelson Vallejo-Gomez ha publicado en tan prestigiosa Revista, los siguientes artículos, ensayos y entrevistas :